Detrás de la receta secreta de mariscos con sal espesa y ajo bramante, hay una mujer que hace 28 años tuvo un sueño sencillo, cuando llegó a la Cuenca del Papaloapan, proveniente del Istmo de Tehuantepec, para ser maestra en los pueblos de Cerro Armadillo Chico y Santa Fe.

Ignacia se ha convertido en una precursora en esta zona, emergiendo del monte con una especie de amor al prójimo dedicado a mujeres, en un municipio catalogado como foco rojo por sus agresiones contra grupos vulnerables.
Esta iba a ser una crónica sobre la cocina cuenqueña, pero la vida de Ignacia y su lucha es algo más que una carne movediza tirada al fuego entre pimientos.

Estudió en la Normal de Ixtepec y se pagó sus estudios trabajando en las noches y los fines de semana: con 12 hermanos fue difícil sobrevivir. Casi todos decidieron ser maestros, algunos de ellos también vivieron en Valle Nacional, otros se casaron con tuxtepecanas y tras jubilarse, decidieron dedicarse a la siembra del mango, pero ella no quiso irse del pueblo.
Se quedó porque un dermatólogo le dijo que en el Istmo de Tehuantepec iba a estar llena de granos; se quedó por amor posiblemente, aunque esto no lo cuenta, pero lo revela entre guiños, distraída, nerviosa.
Ignacia Cabrera es una matriarca de piel morena, de palabra fácil. Lleva ocho años viviendo y trabajando con Norma Miguel Lozano, con quien vendía pescado en una camioneta. En el camino se fueron dando cuenta de los sufrimientos de las mujeres, la falta de trabajo, los hogares abandonados por la migración, de pequeñas sin padre que sufrían violencia en el noviazgo. Norma dice que le dan trabajo a mujeres violentadas, porque ella padeció lo mismo.

“Yo vengo de ahí, porque me fue mal con mi pareja, entonces Ignacia me dijo que trabajáramos juntas, le dio clases a una de mis hijas en Armadillo, llevamos ocho años luchando juntas por la marisquería, por un refugio digno para mujeres que quieran trabajar”, sostiene Norma con los ojos orgullosos.
Esta iba a ser una crónica sobre la cocina cuenqueña. Pero se habría quedado corta, en una decisión indolente, quitar la mirada de dos mujeres que viven libres y dignas donde principia la Sierra Juárez de Oaxaca. Hubiera sido dejar de lado la historia de Ignacia, Norma, Diana y Chabelita, dos de sus empleadas rescatadas por el trabajo.
Nombrarlas es sacarlas un poco del secreto, ir más allá de cenar, probar, deducir, sin pasar de largo frente a ellas: dos mujeres que ayudan a muchas otras mujeres, mientras siguen yendo a pescar.